jueves, 30 de abril de 2015

Los labios de Mona Lisa

UNO

Esa noche me encontraba molesto. Sentía bronca conmigo mismo. La cena había sido un desastre, además, pensé, si está crudo no es cena, pero a veces uno, en determinadas circunstancias, debe mantener la educación y comer lo que le sirven por más que se trate de un plato asiático. Acababa de aceptar una relación comercial y profesional que no debí haber aceptado. No solo porque el pedido era para entregar en poco tiempo, sino porque, con la experiencia adquirida a lo largo de los años, sabía de ante mano que el cliente no quedaría conforme. Exigía un fondo suave pero que se imponga, quería que su rostro estuviera rejuvenecido pero no al extremo de no distinguir de quien se trataba, ¨levantamelas un poco¨, sonrió tocándose ambos senos. Pidió si por favor ¨no le podía hacer una cruz a pesar que ella no usaba cruces¨. Me había comprometido a pintar un retrato de Olga Manzuk, la mujer con más dinero de la ciudad, y lo peor del compromiso era que debía entregarlo pronto, no pasado el mes, porque la fecha de su aniversario estaba próxima y ella ofrecería junto a su esposo una fiesta inmensa donde pretendían mostrar el cuadro.
-          Por los números no te preocupes – dijo Octavio Gurbindo, el marido y, a fin de cuentas, quien en realidad era el poseedor del dinero.
Octavio Gurbindo hacía las veces de magnate local. Era el dueño de restoranes, locales de ropas tanto para el hombre como para la mujer, tenía una cadena de quioscos y locutorios importante, dos bares, un boliche, la juguetería más grande de la ciudad además de ser el dueño de varias propiedades en una zona turística que alquilaba a los viajantes. Tenía campos y una agencia de turismo que solo se dedicaba a vender viajes al exterior. Las malas lenguas no se ruborizaban al decir que también poseía varios prostíbulos y que fomentaba la trata de mujeres latinoamericanas. Él restándole importancia a la anónima denuncia se defendía diciendo entre risas que ¨no hay que buscar afuera porque no hay como la carne argenta¨, frase que irritó a todas las ONG femeninas.
Cuando nos despedimos dijo que ¨la casa invita¨, y lanzó varias carcajadas sonoras al aire, se ahogó con su propia risa, tosió hasta que su rostro adquirió un color bordó y una vez superado el mal transe continuó riendo con excentricidad, como si nada hubiese pasado. Su esposa, a su lado lo miraba de reojo con complicidad y sonreía. En efecto, el restorán donde nos encontrábamos cenando era de su propiedad.
Lo último que me dijeron referido al tema del cuadro ya con todos de pie, fue que a la mañana siguiente ellos dejarían un sobre con la foto elegida para retratar en el local Jem, el local más grande de ropa para mujer, que por supuesto, era propiedad de ellos.
Caminamos juntos hasta la vereda, Olga se retrasó un poco dándole indicaciones al gerente del lugar, al parecer la música ambiente no combinaba con el juego de luces tenues, y el desperfecto debía ser corregido a la brevedad. El señor Gurbindo me palmeó la espalda con su mano derecha mientras con la otra llevaba un habano a su boca. Me ofreció uno y me pareció descortés rechazarlo. Lo acepté y le dije que lo fumaría en soledad más tarde, para fomentar la inspiración, porque ¨un habano se disfruta mejor en la soledad¨. Me mostró la caja donde guardaba el resto de los habanos y me señaló una etiqueta, ¨son de Cuba¨, dijo, ¨importados¨, y acto seguido volvió a reír a carcajadas intentando encender el habano a la misma vez. Un nuevo ataque de tos lo abrazó a tal punto que terminó escupiendo una mezcla de moco y sangre sobre la vereda.
-          ¿Fuma mucho? – sentí la obligación de consultar.
-          Lo suficiente como para que me de tos.
Su mujer nos interrumpió.
-          No pueden poner a Mozart de fondo si las luces son azules, estoy cansada de decirles. Mozart va con luces rojas, rojas – repitió la última palabra separándola en sílabas.
Luego de su queja la señora caminó hasta el auto. Octavio me preguntó si tenía como regresar a mi casa, que no sería molestia alguna llevarme. Le agradecí el gesto pero dije que prefería caminar para oxigenar mi cerebro.
-          ¿Me podés abrir la puerta? – volvió a interrumpir Olga.
Su marido presionó el botón de su llavero, una alarma sonó y la mujer pudo subir al auto.
-          Vos hacé lo que quieras – me dijo con calma, como desmereciendo todos los pedidos artísticos de su mujer – Manejate tranquilo, no le des bola a esta.
Cuando él estuvo a punto de subirse al auto levantó su habano como si fuese un trofeo y gritó que por fin yo iba a descubrir lo que era fumar algo bueno, su carcajada, a esa altura, ya me era familiar y comenzaba a irritarme, vi como su mujer le palmeó la espalda ante un nuevo ataque de tos.
Pero no fue esa la gota que rebalsó el vaso e hizo que me enojara del todo, a fin de cuentas, solo se trataba de un cuadro que por oficio sería capaz de realizar sin mayores inconvenientes, cuando no aparece la inspiración el oficio suplanta al talento. Mi verdadero enojo vino después. Pasada apenas la una de la madrugada del viernes me encontraba entre dormido en mi cama, todavía vestido pero sin las zapatillas puestas y con la televisión encendida en volumen cero cuando de pronto la pared del respaldo comenzó a sonar, pequeños golpecitos, como martillazos cautelosos pero demasiados bajos, se me ocurrió pensar que nadie colgaría un cuadro a esa altura. Creí también que estaba soñando, un sueño extraño y sin sentido alguno, si es que existen sueños con sentidos y lógica, pero golpes más fuertes y más continuados me estremecieron al punto de hacerme saltar literalmente del colchón. Agudicé mis oídos para comprobar que sí, efectivamente alguien había del otro lado de la pared golpeándola con cierto grado de entusiasmo. Afiné mejor mi concentración, inclusive, como si se tratara de un film de terror clase B me arrimé sin hacer ruido hasta la pared y apoyé la oreja en ella buscando saber qué estaba ocurriendo en la habitación vecina. Del otro lado se escuchaban los jadeos de un hombre próximo al clímax. Los golpes en la pared culminaron al mismo tiempo que una mujer lanzó un gemido largo, fuerte y tendido.
Pensé en golpearles la pared y gritarles con furia que se fueran a un hotel, pero ellos estaban en su casa, podían hacer lo que quisieran, tenían derecho. Se me cruzó por la cabeza ir hasta la casa vecina, tocar el timbre y plantearles el problema de forma educada, ¨disculpen, pero los sonidos de sus manifestaciones románticas me impiden dormir con normalidad, agradecería, de ser posible, que sean un poco menos apasionados¨. Estaba colocándome el calzado, decidido a ir, de repente surgieron en mí unas inesperadas ganas de discutir, pero había varias opciones que frenaron mi embestida animal, una y la más  concreta era que el hombre me cagara a trompadas en la vereda, él aun semi desnudo y con el sudor propio del ejercicio del amor; otra era que la mujer se ofendiera y me denunciara por acoso y por pervertido, a fin de cuentas yo estaba pegado a la pared oyéndolos mientras ellos intimaban. Pero lo que realmente me impidió realizar en persona la queja fue que mi vecina era una conocida de toda la vida, y toda la vida es toda la vida, al menos de ella.
Mindy. Le decían Mindy por un antiguo y poco conocido dibujito animado que transmitía un canal al mediodía, se trataba de una nena que tenía un perro que pensaba en voz alta y hacía líos por todo el barrio, enloqueciendo especialmente al anciano que tenía un gato quien también pensaba en voz alta. Era cinco años menor que yo, lo sé con certeza porque nuestros padres eran muy amigos, además cumplimos los años en el mismo mes. Cuando yo jugaba a la pelota en la esquina con otros chicos ella y el resto de las chicas del barrio se sentaban en el cordón de la vereda a mirar. Las más grandes miraban a los chicos y escogían candidatos, generalmente quienes hacían más goles, o al flaco que se atajaba todo, y las nenas como ella solo peinaban a sus muñecas y hablaban de ser madres en un futuro, creyendo que los bebés provenían de la cigüeña o algún repollo, y sin saber que ser madre es un juego de veinticuatro horas al día por el resto de la vida.
Ella vivía sola en la casa de al lado, su casa de siempre. Sus padres, cuando ella tenía diecinueve años tuvieron un accidente automovilístico en la ruta que involucró a un camión, un colectivo de larga distancia y cuatro autos. El saldo fue trágico, once muertos, entre ellos sus padres, y varios heridos. El accidente tuvo cobertura nacional por parte de los medios, que son aves carroñeras, y donde hay sangre está la cámara y el cronista llenando minutos de aire con improvisadas teorías conspirativas. Su padre murió instantáneamente dijeron los doctores, su madre por el contrario, debió ser internada en un grave estado, pero no sobrevivió, falleció a la semana en la clínica.
Recuerdo que fuimos al velorio con mi papá, mi mamá por ese entonces ya se encontraba viviendo en España. Todo el barrio le daba sus condolencias y el pésame, como si sirviera de algo. Su tía, la hermana de su madre, era la única en el velorio que lloraba. Mindy estaba sentada en un rincón, seria, pero cuando alguien se acercaba a saludarla ella obsequiaba un sonrisa forzada, y terminaba ella consolando al invitado, mostrando una sorprendente fortaleza anímica. Ella ni siquiera vestía de negro y comía los alfajores que el servicio del velatorio había preparado. Por alguna razón en los velorios se come y se bebe, recuerdo que pensé por lo bajo que no desearía estar allí cuando comenzaran las rondas de chistes. Ella se puso de pie y caminó hasta una mesa en busca de una taza de café a la que no le agregó azúcar, y recién en ese momento sentí las ganas de ir a saludarla.
-          No sé qué decir – le dije – Así que prefiero mantener el silencio.
Ella sonrió por primera vez en el día sin forzar la risa. Fue una mueca honesta. Sus ojos se encendieron e inclinó su cabeza para un costado demostrando ternura.
-          Gracias – me dijo en voz muy suave y dulce.
Me sentí bien conmigo mismo, sin querer estaba siendo el único que le había dicho algo que la ayudara, si es que existe la ayuda en un momento así. Ella con sus dos manos sujetó las mías y volvió a agradecerme.
-          Lo estás tomando bien – le dije muy suelto.
Su rostro se endureció. Sus manos me soltaron. Sus ojos se llenaron de lágrimas y se apagaron. Sus labios comenzaron a temblar.
-          ¿Te parece? – dijo en voz alta y cortante. Se dio media vuelta y se fue.
Luego de eso estuvo un tiempo sin siquiera saludarme. La cruzaba por la calle y nada, como dos extraños. Si coincidíamos en el quiosco o el mercado no me levantaba la vista, raro en ella que siempre fue muy educada y simpática. Supuse que mis palabras la debieron haber lastimado, y pensándolo en frío, era algo muy probable, es lógico que una adolescente que no llora la muerte de sus padres es porque no se está tomando el tema demasiado bien, o al menos una parte suya no está conectada con la realidad, lo que tampoco es una mejor opción.
María Martina de los Milagros Lavrov era su nombre completo. Mindy para los amigos. Mindy para el barrio. Mindy para todo el mundo.
Me desvestí y me acosté como corresponde. La noche estaba silenciosa y mientras recordaba con cierta vergüenza mis fallidas palabras en el velorio de sus padres el sonido en la pared comenzó nuevamente a ganar terreno en el ambiente. Los jadeos masculinos, más por el esfuerzo físico que de placer, eran tapados con creces por los gemidos desmedidos de Mindy, quien parecía estar disfrutando del sexo como nunca, o al menos, fingía un goce digno de una película de Jenna Haze.

Imaginé que quizás ella estaba a punto de casarse, o que estaba celebrando el inicio de una convivencia con su pareja, y no pude menos que recordar todas las veces que yo arruiné relaciones por mostrarme simplemente como soy. La misma bohemia que enamoraba a las mujeres era la misma por la que me abandonaban y se iban con otro. Lo que hoy es una virtud mañana será un defecto. El talento de hoy será falta de interés en el futuro. Ya me sé los reclamos de memoria. Sonreí por no pegarme un tiro, mezcla de envidia y simpatía por el momento. Reposé mis manos sobre el estómago y mirando las figuras que se generaban en el techo gracias a la poca luz de la luna que ingresaba por la ventana, respiré profundo, cerré los ojos y sin ningún tipo de excitación murmuré ¨que pendeja hija de puta¨.

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