jueves, 2 de julio de 2015

¿Vivir preocupado por todo, o ajeno a los que nos rodea?

Los prestigiosos psicólogos españoles Rafael Santandreu y Antoni Bolinches reflexionan sobre dos conceptos antagónicos como la obsesión y la despreocupación patológica.


Aristóteles decía que la virtud es el punto medio entre dos extremos (que él llegó a denominar vicios). Para muchos, es en ese estadio central donde radica el equilibrio, la sensatez, la justa medida. Se trata de un espacio muy cotizado que todos anhelamos alcanzar en diversos y variados terrenos de la vida. Por naturaleza lo buscamos, aunque paradójicamente es nuestra propia fragilidad como seres humanos la que a veces nos aleja de él. Ahí radica la dificultad. 

La mayoría de las personas somos fácilmente clasificables y diferenciables mediante el ejercicio de yuxtaponer conceptos antagónicos. Hay personas de fuertes convicciones, y otras que no tienen opinión; hay a quien tachan de arrogante mientras a otro lo tildan de indolente; a unos los califican de tozudos y a otros de transigentes; y a algunos los definen como obsesivos y a otros tantos como despreocupados patológicos. En este sentido, y centrándonos en esta última pareja de contrarios, ¿cuál es la mejor opción? –si es que hay una mejor que otra-: ¿vivir constantemente preocupado por cualquier cosa, o subsistir ajeno a todo los que nos rodea?

“Preocuparse es de persona inmadura y supersticiosa”. Así de tajante se muestra el prestigioso psicólogo Rafael Santandreu, y añade: “En esta vida no hay nada por lo que preocuparse: ni por el trabajo, ni por las responsabilidades, ni por posibles enfermedades. Si lo peor que te puede pasar es morirte, y eso pasará dentro de poco de manera inevitable, ¿de qué te podés preocupar si lo peor ya está asegurado?”. “Vivimos en el mito de que es bueno preocuparse”, continúa Santandreu, “y es completamente absurdo”.

Este discurso, que a más de uno le puede parecer provocativo e incluso desafiante, no es nuevo. Los estoicos ya lo defendían hace más de 2.000 años. Epicteto, por ejemplo, ya sostenía que “nada temible hay en la muerte, sólo el juicio que nos hacemos de ella”.

Este filósofo griego iba incluso mucho más allá en sus postulados.“Cuando beses a tu hijo o a tu mujer decí: ‘beso a un ser humano’, de modo que si mueren no te sentirás perturbado”. A través de estas aseveraciones, Epicteto pretendía exponer que un ser humano, ante todo, es un ser mortal y, en consecuencia, está expuesto per se a enfermedades y accidentes.

Rafael Santandreu, discípulo de Giorgio Nardone, creador de la Terapia Breve Estratégica, y seguidor de los postulados de Albert Ellis, padre de la Terapia Racional Emotivo Conductual, identifica una segunda razón por la que no tiene sentido, a su juicio, preocuparse. Asegura que “la sociedad está enferma por, entre otras cosas, darse una importancia que no tiene”. “Sólo somos granos de arena en el Universo”, afirma.

Antoni Bolinches, reconocido psicólogo y creador de la Terapia Vital, coincide con Santandreu en el diagnóstico enfermizo de la sociedad, y añade que “la obsesión y la despreocupación desmesurada son dos tendencias muy frecuentes que tienen su origen en el nivel de autoexigencia de la persona”. A mayor autoexigencia, más tendencia a la obsesión; a menor autoexigencia, más propensión a la despreocupación.

Bolinches defiende que el comportamiento de las personas viene marcado por la interacción de tres partes internas –el Padre, el Adulto, y el Niño- que nos aportan informaciones distintas y que terminan por determinar nuestra conducta. El Padre, esgrime, nos marca el sentido del deber; el Niño actúa desde el principio del placer; y el Adulto actúa de mediador entre Padre y Niño. Cuando la persona tiene el Padre más desarrollado “actúa de forma más autoexigente”. Y, por el contrario, cuando predomina el Niño “la tendencia es a despreocuparse”. “Las personas maduras se mantienen en el punto medio de Adulto”, asevera.

Aunque a priori uno pueda pensar que el permanecer indiferente a todo comporta muchos más beneficios que perjuicios, ser despreocupado también conlleva sus contratiempos. “Se perjudican a sí mismos”, señala Bolinches. “La persona que no tiene la capacidad de canalizar sus capacidades, a través de la voluntad, hacia los objetivos de resolución de conflictos se convierte en verdugo de sus propios proyectos. Incluso para hacer las cosas que te gustan se requiere de una cierta voluntad”, agrega. Estas personas, añade Bolinches, en las que manda mucho el Niño corren peligro de convertirse en individuos “inconsistentes, inconstantes, frívolos y superficiales”.

En este sentido, Santandreu esgrime que detrás de esa figura despreocupada se “encuentra un farsante que quiere hacer ver que a él no le importa nada, pero no es verdad. En realidad, tiene mucho miedo y lo disfraza con esa actitud”.

No existen fórmulas milagrosas para dejar de torturase con las obsesiones. La persona que las padece “debe hacer un cambio filosófico radical en su vida”, esgrime Sanandreu, “tan radical que puede llegar a asimilarse a la experiencia por la que atraviesa una persona que ha pasado por una enfermedad muy grave y la ha superado”. Tras ese mal trago, esas personas consiguen “disfrutar de las pequeñas cosas”. “Se trata de un cambio filosófico de 180 grados de tus valores personales”, arguye.

Una buena manera de empezar sería dejar de preocuparse para pasar a ocuparse. “Si me ocupo, no me preocupo, por tanto no caigo en la obsesión. Ni me despreocupo, por lo que evito frivolizarlo todo”, defiende Bolinches. “Las personas que se ocupan y no se preocupan son las que aportan algo positivo a la sociedad”, añade Santandreu. “No tienen miedo y no se preocupan, sino que disfrutan increíblemente de lo que hacen, hasta el punto de que su mejor ocio es trabajar. A mí personalmente me pasa. No nos preocupa nada, pero no nos volvemos pasotas (N. del E.: personas que muestran despreocupación o desinterés por todo lo que le rodea). Y, paradójicamente, rendimos mucho más que los que se preocupan, porque no nos bloqueamos por el miedo”, sentencia.

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