Pienso que moriré en este
desagradable lapso de relajada cordura, pero mis amigos, fieles hostigadores
del delirio, golpean mi espalda y me dicen que luego de un momento la angustia
se desvanecerá junto conmigo. Ni una cosa ni la otra. Sigo aquí, junto a la
angustia, quien ya comienza a caerme bien.
No soy capaz de distinguir
si eso que vuela sobre mí es un ave o un dragón, pero veo que expulsa fuego,
así que debe ser un dragón.
-¡Vamos a cazarlo! – grito
alegre e ilusionado.
Todos se ríen alrededor. Yo
me sumo a las risas, aún sabiendo que lo más probable es que yo sea la causa
del alboroto y las burlas. Las voces de mis amigos desaparecen de a poco.
Llegan otros invitados. Las carcajadas piden la hora y todo regresa a las
penumbras.
Una nave espacial intenta
llevarme, pero yo la esquivo con destreza. Luego me arrepiento de no haberme
ido con aquellos seres. Les hubiera pedido que me dejaran en algún planeta más
árido, más humano si se quiere, en algún lugar de la infinita galaxia debe
haber humanidad.
La sensación de vértigo se
esfuma. Me siento capaz de morir y de matar sin gritar ni hacer mueca alguna. Matar
y morir quizás sea lo mismo. Gotas de fría agua oceánica resbalan por mi
cuerpo, juntándose con las gotas tibias que bajan por la entrepierna. Pienso en
los muslos de una mujer lejana. Se separan lentamente. Incitan. Provocan.
Una luz extraña aparece a
lo lejos pero no puedo identificarla bien. Podría ser cualquier cosa: una
linterna, el foco de un camión, el luminoso clítoris de un hada que exige ser
saciada, el apocalipsis.
La luz está al final de las
horas. Por fin llego a los laureles y me duermo en esa inmensa y planificada claridad.
Solo quiero que sea mañana para
poder vivir esto nuevamente.
Eterno retorno.
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